Marcelino de Unceta y López: Apoteosis de la Virgen Pilar (c. 1895)
La pintura que
reproducimos lleva por título «Apoteosis de la Virgen del Pilar», aunque creo
que le cuadrarían mejor etiquetas como «Alegoría del Reino de Aragón» o «Glorias
aragonesas». Es una hermosa muestra de esos panoramas donde los pintores
decimonónicos (y del primer tercio del siglo XX) panteonizaban bien a los
héroes y próceres de su patria o bien a pléyades de literatos y/o artistas. Presidía
estos walhallas una imponente matrona o, más raramente, una advocación
religiosa; en cualquier caso solía ser la única mujer del ejército de los
inmortales.
El género hunde su
raíces en la arcaica iconografía de la sacra conversazione, y más concretamente
en los grabados y cuadros de alegorías de órdenes religiosas. Como en tantos
otros géneros pictórico, el siglo XIX impone un traspaso de lo divino a lo
nacional, o más bien cambia la religiosidad que ahora pasa a exaltar las
excelencias patrias (o culturales). Mucho tuvieron que ver en estas metamorfosis
el despertar de los nacionalismos y la construcción del estado liberal, pero
igualmente influyeron las manías enciclopédicas y clasificatorias que imperaron
en ese ochocientos, y que lo convirtieron en la más tediosa de todas las
centurias.
Las representaciones
pictóricas de estos salones de la fama ofrecían oportunidades inigualables para
composiciones monótonas y ejecuciones rutinarias, pero lo cierto es que los
ejemplos que conocemos demuestran que los artistas sabían aportar vivacidad y
ligereza a estas galerías de celebridades. Así, Marcelino Unceta traza una
vibrante composición que aúna las grandezas de la fe con ese españolismo tan patriotero
de aquellos entonces unidos a un sentido homenaje a la tierra aragonesa.
Recordemos que es la época de los regionalismos y que la unidad nacional no se
discute, mucho menos en ese sexenio que media entre los fastos del cuarto
centenario colombino y la pérdida de Cuba y Filipinas.
Generalmente se
escogen los formatos apaisados para estas composiciones, pero Unceta (o su
comitente) se decidió por el acartelado, más conveniente para enfatizar la
figura de la Virgen y el pilar que la sostiene. Y respecto al desfile de las
celebridades aragonesas, el artista
empleó la división de las dos dimensiones de la vida humana (la terrena
y la celestial), separadas por espesas nubes. Tal vez Unceta se inspirara en el
celebérrimo Entierro del Señor de Orgaz, aunque la fórmula del Greco había sido
ya usada tanta veces que acabó por convertirse en el paradigma de estas
reuniones de lo humano y lo divino.
Así, abajo, en las
gradas de una escalinata, se sitúan las personalidades más destacadas de la
historia aragonesa: Alfonso I «El
Batallador», Juan de Lanuza o Francisco
Goya a la izquierda y protagonistas de Los Sitios a la derecha como Palafox,
Agustina de Aragón, el tío Jorge o Ramón Pignatelli. Arriba, el ámbito de los
bienaventurados, el artista emplaza a la izquierda los santos obispos aragoneses
(posiblemente San Valero, San Braulio y San Prudencio de Tarazona) y a la
derecha los santos mártires del reino (se reconocen sin dificultad a San
Dominguito de Val y a San Lorenzo; la figura situada entre ellos debe ser San
Pedro Arbués y el franciscano y su compañero deben representar a los beatos
Juan de Perusa y Pedro de Saxoferrato).
Todos
los personajes dirigen sus miradas hacia la efigie de Nuestra Señora, que desde
su pilar, preside ambos hemiciclos. Su unión con las escalinatas está
diestramente ocultada por los hervores de un incensario que parece glorificar
tanto a la Virgen como el voluminoso libro abierto colocado a los pies del
cuadro y que debe representar a los Fueros de Aragón. Otro símbolo regional es
el escudo del reino sostenido, de forma totalmente anacrónica, por el
Batallador. Por último debe tenerse en cuenta la hollada enseña francesa por
las botas de Palafox.
El
cuadro es un óleo sobre tabla de reducidas dimensiones (unos 24por 18 cm) y
pertenece a la colección del Museo de Zaragoza.
Procedencia de la
imagen:
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